Cultura en la era del posconflicto

Como punto de partida de esta reflexión sobre el papel de la cultura, el arte y la educación en el posconflicto, propongo la declaración de 1982 de la Unesco en la que se define a la cultura como “el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias (...) la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden”.
La cultura, según esta comprensión totalizante, abarca y aglutina aspectos de la vida de una sociedad que usualmente se perciben de manera fragmentada y “compartimentada”. Esta visión amplia de la cultura nos permite comprenderla como alma, mente y cuerpo de la identidad humana. Aún más, considero que en la sociedad del futuro, temas cruciales como la educación y las comunicaciones, entre muchos otros, dependerían de las orientaciones de un gran Ministerio de la Cultura. Siempre he sostenido que nuestro país no estaba listo en 1997 para la separación entre los sectores de Educación y Cultura. Jack Lang, ministro estrella en la época de François Mitterrand, asumió durante un buen tiempo las dos carteras, pudiendo articular así acciones que fueron definitivas para potenciar y fortalecer mancomunadamente los dos sectores. Y estamos hablando de Francia, una de las sociedades más avanzadas del planeta, que valora, como pocas, su propia cultura y la cultura universal, al igual que entiende una educación de calidad como vehículo privilegiado para lograr acceso y disfrute plenos de la cultura misma.
Un país como Colombia, severamente enfermo, aquejado por una grave crisis multidimensional (ética, política, social, económica, etc.) y que se prepara para una —cada vez más deseable y posible— era de posconflicto, reconciliación y reconstrucción de su identidad y del tejido social, debe acometer una estrategia también multidimensional e integral para enfrentar este complejo proceso de reconstrucción. Cultura, educación, medios de comunicación y —yo diría aún más— protección social y salud (mental y física), deberían aglutinarse, al menos durante el período que dure la etapa de “cuidados intensivos” luego de la firma de los acuerdos de paz, en un “supraministerio” que yo llamaría algo así como “Consejo Especial de la Reconciliación y la Paz”. Este ente multi/intersectorial adelantaría acciones conjuntas para implementar una serie de estrategias y líneas de acción —insisto, de largo aliento— que sienten las bases de esa nueva sociedad que tanto anhelamos los colombianos.
El alma (la cultura), la mente (la educación) y el cuerpo (la salud) de esta nueva sociedad necesitan ser atendidos y sanados en su conjunto y de manera simultánea y transdisciplinaria. Los medios masivos de comunicación, en este esquema, deberán asumir la responsabilidad insoslayable de ser los difusores y las cajas de resonancia y de articulación, orgánica y transversal, de este nuevo estado de cosas que proporcionará la terminación del conflicto. En este momento considero que se trata de presentar un plan de cultura extraordinario para un período extraordinario: proponerle al país una nueva mirada sobre sí mismo, un espejo renovador que nos reconcilie con esa identidad pisoteada y degradada que, por momentos, nos avergüenza. Colombia siempre ha estado muy atareada creando oficinas, campañas publicitarias y estrategias para mejorar su deteriorada imagen en el exterior. Este “supraministerio” o “consejo especial” que propongo, a través de sus acciones y políticas integradas, se convertiría en una suerte de instancia o entidad para mejorar la imagen de Colombia en el interior, es decir, frente a nosotros mismos, para que nos reconozcamos y valoremos, no como el país tontamente “más feliz del mundo”, sino como el país enormemente rico en recursos humanos, culturales y naturales que somos. Sumidos por decenios en la violencia, el egoísmo, la corrupción y la ceguera, no hemos sabido aprovechar ni potenciar esta circunstancia de privilegio y excepción.
“Debemos implementar una educación multidisciplinaria que sitúe las artes en el nivel equivalente de las ciencias. Las artes y las ciencias constantemente interactúan de manera muy fructífera, con frecuencia desdeñada. Desde kínder hasta la universidad, todos los estudiantes deberían estudiar las artes tan profundamente como las ciencias, las humanidades y las matemáticas. Lo que significa replantear la marginación de las artes en las universidades y las escuelas en el país (...) Las artes no se limitan a la autoexpresión y al entretenimiento. Son (...) disciplinas tan rigurosas como la medicina y las matemáticas, con sus propios corpus de conocimiento, técnicas, herramientas, habilidades y filosofías. Más aún, dado que las herramientas imaginativas utilizadas en las artes son fundamentales para las humanidades y las ciencias, merecen apoyo, no sólo para beneficio propio, sino por el bien de la educación como un todo. Las matemáticas, las ciencias y la tecnología sólo florecieron en el pasado cuando las artes también florecieron. Ellas florecerán o fracasarán juntas en el futuro”: Sparks of Genius.
Cuando he afirmado que el país no estaba preparado para asumir la separación de los sectores de la Cultura y la Educación, lo he hecho porque considero que este divorcio contribuyó a empobrecer las enormes potencialidades de enriquecimiento mutuo de los dos sectores, al no percibirlos como un solo cuerpo integrado de posibilidades. Al crearse el Ministerio de Cultura, el tema de la educación artística y cultural (de los artistas y de los no artistas, público potencial) se convirtió en una especie de papa caliente y tierra de nadie. En la educación formal (Mineducación), el arte y la cultura ocupan el último renglón de importancia frente a otras áreas del conocimiento consideradas “serias y fundamentales”, y, en el mejor de los casos, se han convertido en un tema de la llamada “jornada complementaria” y de la limitante e insuficiente noción de la “utilización creativa del tiempo libre”. Las famosas competencias educativas básicas en nuestro país no contemplan entre sus áreas esenciales la cultura y el arte, y las consideran apenas un apéndice de las competencias comunicativas. España, para citar sólo un ejemplo, además de ciencias, matemáticas, lenguaje, etc., considera el conocimiento cultural y artístico como una de las competencias educativas básicas.
El presidente Santos ha dicho reiteradamente que aspira a que en 10 años Colombia sea el país más educado de la región. A esta sociedad renovada que nos aprestamos a construir, el pensamiento y el quehacer cultural y artístico, vigoroso y fortalecido, le aportará ciudadanos, no sólo más educados, sino sobre todo más creativos, más sensibles, más cultos, más intuitivos, más memoriosos, más perceptivos, más compasivos, más humanos.
Pero para que la alianza entre cultura y educación tenga un sentido y una perdurabilidad a largo plazo, los dos ministerios unidos deben crear las grandes escuelas nacionales y regionales de educación artística especializada (desde la primera infancia) para los futuros cultores y artistas, así como reformular y replantear la presencia de estas disciplinas (para los no artistas) en los contenidos curriculares de la educación formal. Y es aquí donde el papel de los medios es crucial: el proceso educativo es permanente y va, como nos recordaba Gabo, “desde la cuna hasta la tumba”. Y es en la vida cotidiana, en la calle, en el barrio, en la casa, en donde éste se afianza y enraíza. En un país con prospecto de sanación y renovación, los medios de comunicación no pueden seguir irradiando irresponsable e incivilmente violencia y banalidad hacia generaciones de ciudadanos pasivos y desprovistos. Cultura, educación y medios unidos y coordinados han de coadyuvar el surgimiento de esta transformación orgánica del país.
Un concepto integral y transversal de bienestar individual y social incluye el proporcionar a cada ciudadano alimento permanente y de alta calidad para nutrir las múltiples dimensiones del ser. El cuerpo físico, mental y espiritual que habitamos necesita de este alimento y de este cuidado. De él hacen parte medular el arte y la cultura en la más amplia acepción del término. La deteriorada salud mental y espiritual del país, fruto de más de 50 años de conflicto armado, delirante y fratricida, necesita ser atendida y sanada a través de estrategias psicosociales, que a su vez hagan parte de un conglomerado de disciplinas y de acciones coordinadas entre las diferentes áreas que he mencionado en esta reflexión: memoria histórica como producto de una educación de calidad para no repetir los errores y los horrores del pasado; imaginación creadora y visionaria, asociada a la cultura y las artes, para abrirle paso a un porvenir resplandeciente; discernimiento y reflexión ligados a los medios de comunicación/información para tomar las decisiones que nos lleven por una senda de dignidad y de verdadero progreso.
Un plan de gobierno para el posconflicto debe hablar de la reconstrucción de un ser humano integral para una Colombia renovada, culta, educada, creativa, innovadora y transformadora. Una Colombia sanada. O al menos —y eso ya es enorme— una Colombia en vías de sanación.

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